jueves, 13 de mayo de 2010

Crónica paranoica del día de Sant Jordi.


Por D. (testigo presencial)

23 de abril de 2010. Decenas de francotiradores apostados en los tejados. Policías secretos entre la muchedumbre que se acerca con inconfesables intenciones a los famosos que firman libros bajos los toldos de propaganda. Toda Barcelona está en la calle y cualquiera podría acabar herido con una facilidad pasmosa. Le llamaré el día de San Jorge, por seguridad. Soy consciente de que hay encendido un anticatalanismo fervoroso y no quiero provocar a las organizaciones que lo sustentan.

A todo esto, me llamo D., pero no hay que buscar relación alguna con la inicial de mi nombre. No soy tan ingenuo como para dar pistas. Al grano: voy a contar la operación que este grupo de tarados escritores llevó a cabo y en la que participé, muy a mi pesar.

Hechas las presentaciones, empiezo con la crónica con un ágil flashback. Una semana antes, el viernes 17 de abril, tuvimos una reunión en el piso de P., en algún lugar de la zona vieja de Barcelona que no puedo desvelar.

Tras la escalada a la guarida de P., volvió a salir un tema que ya habían dejado caer algunos cabecillas por correo electrónico seguro. Estaban dispuestos a repartir relatos abordando a la gente y sin permiso municipal y, no sólo eso, querían colocar microcuentos subversivos entre los libros de los puestos. Por supuesto me negué en rotundo. Sin embargo, el grupo parecía enloquecido por culpa de unos extraños pitillos que yo no probé y unos preparados alcohólicos que quizá estén a la altura del peor lingotazo de Dyc.

El caso es que los muy bárbaros me insultaron, pusieron en duda mi hombría y, sin embargo, yo seguí razonando, tratando de que los demás recapacitarán: “es ilegal”, les dije. “Además, en San Jorge la ciudad está ultravigilada”.

Ni caso. Los cabecillas A. y JS. Se impusieron con sus malas artes a mis argumentos. El primero con su poder telepático, digno de la peor historia suburbana (que algún día escribirá); el segundo, con constantes alusiones a mi virilidad, merced a su carisma por haber salido en capítulos aislados de una serie de televisión cuyo título se ha perdido en mi memoria.

En cualquier caso, y teniendo en cuenta que llegaba resfriado y con pocas horas de sueño, me desmontaron. Era un hecho: la operación se pondría en marcha. En una semana, O. y R. utilizarían las instalaciones de sus confiados jefes de empresa para pasar al papel los escritos revolucionarios.

Me despedí, cabizbajo, del grupo y me prometí que no participaría en una empresa abocada al fracaso. En realidad, esperaba que se echaran atrás una vez que viesen con mayor claridad el peligro al que se enfrentaban.

Sin embargo, durante toda la semana el entusiasmo no hizo más que crecer. Y cometí el error: escribí dos microrrelatos. Mi ego contra mis principios. Ya os imagináis quién perdió.

Llegó el día de San Jorge. La cita era a las cuatro en la puerta de la Fnac de Plaza de Cataluña. Por supuesto, pensé en no acudir. Me imaginé algunas excusas: la visita de unos familiares, una enfermedad y ocurrió lo peor: me levanté con otro resfriado de aúpa. Aguanté en el trabajo como pude y cuando volví a casa, a las tres, sólo tenía una idea en la cabeza: enviar un mensaje (cifrado) a uno de los cabecillas y aprovechar mi resfriado para no participar en la misión suicida. Sin embargo, D. es leal y teme la opinión desfavorable del grupo. El miedo a que los demás no se tragaran la excusa fue más fuerte que el pavor a acabar en la cárcel o, peor, tiroteado en plenas ramblas.

Allí estaba, pues, en la puerta de la Fnac. Cuando llegué, sólo estaban JS., J y P. Intenté disuadirlos, pero me tomaron por un timorato. Otra vez. Pronto me vi doblando relatos para ponerles un lazo. Llegó R. Ya éramos cinco. Y enseguida nos pusimos a repartir los panfletos seudoliterarios entre la gente. Sin plan de huida. A pelo.

Para colmo, R. decidió aceptar la oferta de tequila de un grupo de extranjeros con gorros de mexicano falsos y JS. sacó una videocámara de alguna parte y se puso a filmar mientras repartíamos los panfletos. Tengo que reconocer que yo entregué algunos. En concreto, 32, muy pocos en comparación con los demás. A P. se los quitaban de las manos, por ejemplo. Además, osaba mencionar a “Feliç Sant Jordi”, en catalán. Mientras, R. gritaba como un feriante en el idioma de los catalanes frases inconexas, seguramente porque el tequila era un simple Smirnoff a palo seco, o porque se cayó en la marmita del alcohol de curar cuando era pequeño (vete tú a saber).

Por mi parte, con sumo recato, avisé a todos los viandantes que eran libres de rechazar un escrito del que no me hacía responsable. Algunos, sobre todos los extranjeros, me sonreían como si no hubieran entendido nada y recogían los papeles enrollados. Temblando, yo miraba a mi alrededor, pero si la policía secreta sabía de nuestros movimientos, estaba claro que esperarían al siguiente paso: a que mordiéramos el anzuelo del delito.

Una vez nos quedamos sin folios enrollados que repartir, P. nos recordó que en ese momento tocaba colocar los microcuentos en los libros de los puestos. El grupo decidió bajar por la rambla. Yo ya sabía que no habría muchos puestos, pero todavía estaba paralizado por la primera acción.

A las cinco y media de la tarde, A. se unió al grupo (las malas lenguas claman que hasta que no le sale un 12 en los dados no puede salir de casa) y proseguimos nuestro inconsciente camino rambla abajo. Caminamos poco, pero tardamos un siglo en llegar a la altura del Liceu. Costaba mucho abrirse paso entre la multitud, y una vez divisamos un puesto poco vigilado, estalló un ruido seco. Pregunté a J., que enseguida detuvo mis peores temores: “Yo no he escuchado nada”. Y A. no le fue a la zaga: “No empieces con tus paranoias”.

De todas maneras, en pocos segundos, los hechos me dieron la razón: primero llegó la policía, luego la ambulancia, y en pocos minutos acordonaron una parte de la calzada. Por fin supimos el motivo: había una mujer tendida en el suelo.

Ni siquiera eso les detuvo. Continuaron hasta el puesto de libros y, con total impunidad, colocaron los microcuentos entre las hojas de los libros. ¿Todos los terroristas? No, desde luego que no. Los cabecillas A. y JS. Se retiraron unos pasos mientras J., P. y R. colocaban los papelitos con suma diligencia, como auténticos delincuentes profesionales.

Entonces me encaré a los caudillos (de poca monta) y lo reconocieron: tenían miedo de insertar los panfletos. Me sentí liberado: por fin veían la realidad; estábamos en peligro y no se podía bromear con eso.

Entonces, decidieron subir hasta Paseo de Gracia y, enseguida, vimos cómo la gente se arremolinaba alrededor de la policía que miraba con estupor el cuerpo sin vida de la mujer. Estaba claro que le habían disparado, pero los transeúntes hablaban de un mareo. “Pero, ¿dónde está la sangre?”, me increpaba A. Por supuesto, yo no estaba en condiciones de jugar a CSI y proseguí a la manada con la cabeza gacha-

Silenciado por la conjura de los necios, me callé como una puta, pero estaba seguro de que habían sido los francotiradores. Lo que sí que dejé claro es que no pondría ni un solo microcuento en libro ajeno. Se lo tomaron a risa y, sin más, continuamos hasta el punto de partida, Plaza de Cataluña.

Fue entonces cuando JS. volvió a sacar la videocámara de R. (la había conseguido a cambio de una grabación de una boda judía) y empezó a grabar cómo la locura se desataba entre los más descerebrados: ya no sólo colocaban microcuentos allá donde podían sino que los repartían a propios y extraños. A R., sin ir más lejos, se le ocurrió darle uno a Carod Rovira. Por un momento, pensé que el grupo aceptaría esa estupidez, pero creyeron conveniente seguir hacia los grandes puestos de Paseo de Gracia y, la verdad, respiré aliviado.

Mientras caminábamos en contra del tumulto, me acerqué a JS., que andaba sólo pendiente del objetivo, y le canté las cuarenta: “No me grabes. No es legal y lo sabes. Me voy. Me encuentro mal”.

Poco antes de marcharme, vi a J. entregarle un papelito a la temible Rosa Villacastín. Para colmo le había dado un texto en catalán. Le oí decir: “no sé si lo entenderás”. Encima haciendo amigos entre los tiburones de la prensa rosa. Aquello confirmaba mi decisión de huir.

Mientras me alejaba, busqué los muros de las aceras, allá donde ningún francotirador tuviera ángulo de tiro.

Respecto al grupo, salió impune de la acción. Está claro que los locos también participan en el sorteo de la fortuna y que, de vez en cuando, ganan.

De camino a casa, la sombra de un helicóptero me acompañó, y por más que me entretuviera en cambiar de calle, sentía su zumbido en la cabeza.

Todavía tuve ocasión de encontrar a otra mujer tendida en el suelo, rodeada de gente que hablaba de una supuesta lipotimia. Me pareció ver la sangre manar de la nuca de la víctima. Dios mío, cómo podían ser tan ingenuos mis compañeros. “Que les den”, me dije.

Por fin llegué a casa. Cuando abría la puerta del portal, el señor gordo, con levita marrón, seguía allí, al otro lado de la calle. Inmóvil.

Desde aquella tarde, llevo tres días sin salir de casa. Cada vez que suena el teléfono, temo que sea la policía avisándome para declarar tras la detención de mis compañeros. Tendría que haber firmado un documento que me exculpara de sus delitos. Maldita sea, que el diablo se lleve a estos putos trastornados.

D.

(sólo puedo ser David Navarro, pero estamos todos al servicio de la ficción y la ficción manda).

 
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